¿Qué pasaría si el mundo del consumo que conocíamos ya no existiera? El último estudio State of the Consumer 2025 de McKinsey & Company plantea justamente eso. Los hábitos surgidos durante la pandemia no fueron ajustes pasajeros, sino transformaciones duraderas que siguen redefiniendo cómo las personas gastan, qué valoran y de qué modo se relacionan con las marcas.
Cinco años después, la transformación continúa, aunque en silencio. El consumidor parece estable, pero sus comportamientos se han fragmentado. Muchos pasan más tiempo solos –por elección o por cansancio– y, aunque disponen de más horas libres, gran parte de ese tiempo se dedica a actividades digitales en solitario: desplazarse por redes, comprar o jugar. En este nuevo ritmo, la conexión ocurre a través de pantallas y la atención se ha convertido en uno de los bienes más escasos.
Las plataformas digitales ocupan el centro de la vida cotidiana, pero aún no sustituyen la confianza. Las personas siguen a marcas e influencers, pero cuando toman decisiones reales, confían en su entorno más cercano. La paradoja es evidente: nunca habíamos estado tan conectados y, sin embargo, tan cautelosos con lo que creemos.
En medio de esta fragmentación, una generación destaca. La Generación Z, moldeada por la incertidumbre y la fluidez digital, está redefiniendo qué significa aspirar. Son pragmáticos, pero expresivos; gastan cuando algo les resulta significativo –una marca local atractiva, una causa social o una experiencia que puedan compartir–. Han difuminado las fronteras entre compra, identidad y entretenimiento, obligando a los retailers a estar presentes en múltiples frentes a la vez.

Al mismo tiempo, el concepto de “valor” se ha reescrito. La inflación, los precios elevados y una confianza desigual han llevado a los consumidores a tomar decisiones aparentemente contradictorias: recortar en lo básico para permitirse un pequeño lujo en otro ámbito. El valor ya no se mide solo en dinero, sino en sentido: en la experiencia, la identidad o el tiempo que se gana.
Y mientras tanto, crece una revolución silenciosa: la del consumo local. El dominio de las grandes marcas globales que caracterizó a los 2000 se debilita, sustituido por un apego creciente hacia empresas que se sienten más cercanas –por ubicación, cultura o ética–. Las marcas locales encarnan hoy confianza y autenticidad, dos valores que las grandes corporaciones tienen cada vez más difícil replicar.
Para las empresas del retail y los bienes de consumo, el reto es profundo. El crecimiento ya no dependerá de leer las señales macroeconómicas, sino de entender al consumidor en tiempo real, anticipar sus micro-momentos y crear estrategias ágiles que evolucionen con él.
El consumidor pospandemia no espera estabilidad: ha aprendido a convivir con la incertidumbre. Los retailers y marcas que lo comprendan –los que vean la disrupción no como un problema, sino como el nuevo estado natural del mercado– serán los que marquen el próximo ciclo de crecimiento.















