La sostenibilidad en la encrucijada

Tribuna firmada por Luis Barajas, director técnico de Gentalia.

Desde hace tiempo, la sostenibilidad es un valor esencial en las políticas y estrategias de los agentes más relevantes de la economía en general, y del sector del retail en particular, considerando dentro de dicho colectivo, tanto a los grandes operadores comerciales, como a los principales propietarios y gestores de activos terciarios. 

Muchos de estos actores han llevado a cabo importantes esfuerzos en aspectos ambientales como la descarbonización y la eficiencia energética –tanto de sus activos como de sus cadenas de suministro–, el despliegue de energías renovables y la movilidad sostenible, la reducción de la producción de residuos y el impulso de la economía circular y de kilómetro cero. En la parte social, han intentado ser una parte esencial de las comunidades en las que pueden impactar positivamente, con acciones de apoyo a colectivos desfavorecidos, o el fomento de la cultura, la igualdad o los hábitos de vida saludables. Del mismo modo, se han preocupado por que todas sus redes de aprovisionamiento se sustenten sobre principios de producción ética y comercio justo. Por último, desde la perspectiva de la sostenibilidad en su vertiente económica, se ha procurado que todas esas acciones tuviesen un retorno, bien en el corto plazo, mediante el incremento de ingresos o la reducción de costes; bien en el medio y largo plazo, al desarrollar nuevas industrias y modelos de negocio, como es el caso de las nuevas tecnologías energéticas o de movilidad, por citar algunos ejemplos de gran impacto económico y social.

Todos estos esfuerzos se han realizado al compás de numerosos compromisos y tratados internacionales y de complejos entramados normativos, que han situado a la sostenibilidad en el centro de las agendas de los principales agentes políticos y económicos. Sin embargo, con el reciente cambio de gobierno en los EE. UU., veo, con gran preocupación, cómo la sostenibilidad y buena parte de los paradigmas sobre los que se había asentado, se han metido dentro de un pack de posicionamiento ideológico que lo considera como algo buenista y superfluo, que hace perder foco y competitividad a aquellas organizaciones que la incorporan dentro de sus principios rectores. 

EE. UU., que hasta hace poco era uno de los motores de la sostenibilidad, y del impulso de algunas de sus principales líneas de desarrollo, como es el caso de la transición energética, la producción sostenible, la conservación de los ecosistemas o el respeto a la diversidad, ha dado un giro brusco a sus posicionamientos, con algunos gestos tan relevantes, como es la retirada de su adhesión a los ODS 2030 de la ONU y del acuerdo de París sobre cambio climático, o su salida de la Organización Mundial de la Salud. 

Dicho posicionamiento gubernamental ha tenido un rápido arrastre al mundo empresarial, de modo que grandes corporaciones y fondos de inversión, que hasta hace no mucho eran abanderados convencidos de la sostenibilidad, han dado un rápido giro de 180 grados a sus políticas y estrategias en la materia, parando de forma inmediata todas sus iniciativas al respecto.

¿Y qué sucede a este lado del Atlántico? Parece que la UE ha reaccionado con medida prudencia, manteniendo sus compromisos y posicionamientos esenciales respecto de la sostenibilidad, pero revisando algunos aspectos que podrían afectar a la economía de países y empresas. Así pues, el 25 de febrero se aprobó un paquete Ómnibus orientado a: 1) reducir la carga de reporte y burocracia asociada a la sostenibilidad; 2) mejorar la claridad y armonización jurídica en ESG en directivas como CSRD, CSDDD y Taxonomía UE; y 3) facilitar el uso de líneas de financiación como IvestEU y el FEIE. 

Como se puede apreciar, estamos en una importante encrucijada para la sostenibilidad, y son momentos en los que se debería actuar con el debido juicio y serenidad, convirtiendo las amenazas en oportunidades y aprovechando para revisar “el sistema” y corregir las ineficiencias, que se hayan podido ir acumulando con el paso del tiempo. Como refuerzo de este mensaje, me gustaría contribuir con algunas reflexiones “lanzadas al aire”:

¿Tiene sentido que las economías avanzadas intenten competir con las economías emergentes en las fortalezas de estas últimas, como es el uso intensivo y descontrolado de los recursos naturales, o las situaciones de desigualdad social?

¿Tiene sentido que los países más desarrollados paralicen o al menos ralenticen todo el desarrollo de la “economía verde” y de nuevas industrias en torno a las energías renovables, la movilidad sostenible o el consumo de las clases medias, en las que ocupan posiciones punteras?

¿Tiene sentido que los países occidentales, con modelos sociales complejos, basados en la diversidad y la equidad, vuelvan a modelos de gobernanza basados en sistemas rígidos y jerarquizados que generen una importante inestabilidad política y social?

En definitiva, ¿tiene sentido una involución política, económica y social de más de 50 años? Creo que la respuesta debería ser un no rotundo y, para ello, la sostenibilidad no debería ser vista como un fin en sí misma, ni como algo propio de determinados planteamientos ideológicos, sino que debería entenderse como la única forma de hacer negocios que puedan impactar positivamente en la economía, la sociedad y el medio ambiente, con un empleo eficiente de los recursos, de modo que puedan ser exitosos y perdurables en el tiempo. Esa es mi esperanza y creo que la razón se acabará imponiendo a los vaivenes políticos motivados por posicionamientos muy personalistas o por determinadas circunstancias coyunturales.

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